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La justificacion


PARA PREPARAR una de las campañas evangelísticas del Dr. Torrey, se distribuyeron miles de
volantes con estas palabras en grandes letras: “Poneos a bien con Dios.” Este es el significado de
la palabra justificación en el sentido bíblico, estar a bien con Dios. Porque el pecador no esté a
bien con Dios, y la Biblia nos dice que es enemigo de Dios (Rom. 5:10). El hombre se ha
apartado de Dios y hecho su enemigo con sus malas obras (Col. 1: 21), en vez de tener la
complacencia de Dios y complacerse a su vez en él. El pecado que, cuando entró en el mundo
por la desobediencia del hombre, pareció una cosa insignificante, creció y se desarrolló en tal
forma que leemos en el Gén. 6:5: “Y vio Jehová que la malicia de los hombres era mucha en la
tierra, y que todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el
mal. Y arrepintióse Jehová de haber hecho hombre en la tierra, y pesóle en su corazón.”
La tristeza implica el amor, el amor al pecador, aun cuando haya ira divina contra el
pecado. Pero ese amor no pudo hacer nada a expensas de la justicia. Sin expiar y echar fuera el
pecado no fue posible restaurar la relación feliz y justa con Dios, y el hombre se hallaba
incapacitado para conseguir esta restauración. “¿Y cómo se justificaré el hombre con Dios?” se
pregunta Job (Job 9:2). “¿Quién haré limpio de inmundo? Nadie” (Job 14:4). El hombre se
encuentra inmundo y reo delante de Dios, y nada le puede volver a esa condición de “santidad,
sin la cual nadie veré al Señor” (Heb. 12: 14). Como dijo a David la mujer astuta, cuando le rogó
que dejara volver a su hijo Absalón, que había matado a su hermano Amón: “Porque de cierto
morimos, y somos como aguas derramadas por tierra“: y continuó diciendo: “Ni Dios quita la
vida, sino que arbitra medio para que su desviado no sea de él excluido” (2 Sam. 14:14). Esto es
en parte cierto y en parte falso, porque Dios, antes de ejecutar el juicio, prepara el camino de
regreso al pecador, por si éste lo quiera seguir. Si se niega, entonces viene el juicio. Tan pronto
como el hombre pecó, Dios instituyó un sacrificio como camino de regreso a él mismo, y cuando
el pecador arrepentido presentó la ofrenda prescrita, Dios dijo: “Obtendrán perdón” (Lev. 4:20,
26, 31, 35, etc.) Es cierto que la sangre de los toros y machos cabríos no puede quitar los pecados
(Heb. 10:4), pero el sacrificio valía para señalar al que había de venir, que podría, y en realidad
deshizo el pecado “por el sacrificio de sí mismo” (Heb. 9:26); cl que se hizo pecado por
nosotros, cargado en él el pecado de todos nosotros (Isa. 53:6), para que nosotros fuésemos
hechos justicia de Dios en él (su justicia fue puesta a nuestro favor) (2 Cor. 5:21). David permitió
que Absalón regresara del destierro, pero éste no se ocupó del pecado, ni hubo arrepentimiento
por parte de Absalón, de modo que no pudo haber comunión entre ellos, y la restauración
superficial no hizo más que acarrear nueva vergüenza y tristeza. La restauración que hace dios
del pecador es algo real, no simplemente que pone una cubierta sobre el pecado, sino que lo
borra pagando su castigo en la cruz, y obra luego la regeneración y la renovación de la santidad
en el alma. La justificación, que borra el pecado y restaura al pecador en la comunión con Dios,
es, por decirlo así, el proceso fundamental en el que se basa la vida cristiana posterior, como ya
hemos visto en I Pedro 2:24, 25:
“El cual mismo llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros
siendo muertos a los pecados, vivamos a la justicia: por la herida del cual habéis sido sanados.
Porque vosotros erais como ovejas descarriadas, mas ahora habéis vuelto al Pastor y Obispo de
vuestras almas.”
Para ser justificados o “puestos a bien con Dios,” se requieren dos cosas, una de parte de
Dios y otra de parte del hombre, de la misma manera que en la reconciliación deben hacer su
parte las partes interesadas. Dios ha hecho lo que estaba de su parte con un amor infinito y a un
costo infinito.
“Siendo justificados gratuitamente por su gracia, por la redención que es en Cristo Jesús”
(Rom. 3:24). La gracia y la redención son por la parte de Dios. De parte del hombre ¿qué?
“Justificados pues por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo”
(Rom. 5:1).
Nuestra parte es la fe, por la cual aceptamos la redención que Dios ha provisto por
Jesucristo. Al entregarnos a nosotros mismos a la misericordia de Dios con arrepentimiento y fe,
Dios nos da la justicia de su amado Hijo, “el cual no hizo pecado; ni fue hallado engaño en su
boca” (I Ped. 2:22), y así somos justificados.
El alma justificada puede exclamar con las triunfantes palabras del apóstol Pablo:
“¿Quién acusaré a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que
condenaré? Cristo es el que murió; más aún, el que también resucitó, quien además esté a la
diestra de Dios, el que también intercede por nosotros’ (Rom. 8:33,34).
Debe notarse bien la palabra “gratuitamente” del pasaje Rom. 3:24, que antes hemos
citado: “Siendo justificados gratuitamente por su gracia,” porque es precisamente aquí donde la
iglesia de Roma se aparta de la enseñanza clara de la Palabra de Dios. Ella admite que la
justificación procede de la gracia de Dios, que nos viene por la redención de Cristo, y aun que es
por la fe, pero no admite que es gratuita y sin que el pecador tenga que hacer algo por su parte.
La gran verdad que se hizo resaltar en el tiempo de la Reforma fue la justificación por la fe, y por
la fe sola, sin la adición de obra o mérito alguno humano; pero Roma no lo aceptó entonces ni lo
acepta ahora. El Concilio de Trento, convocado especialmente para contrarrestar las doctrinas de
la Reforma, declara:
“Cualquiera que afirme que el pecador se justifica por la fe sola, de modo que se entienda
que no se requiere ninguna otra cosa que coopere con la fe para obtener la justificación, y que no
es necesario en modo alguno que él se prepare y disponga a sí mismo por el electo de su propia
voluntad, sea anatema.” (C. de T., sec. 6.)
La conformidad o falta de ella de la aserción anterior con las Escrituras depende en gran
parte de la interpretación que se dé a “coopere con la fe” y “se prepara y disponga a sí mismo por
el efecto de su propia voluntad.” Si quiere decir solamente “arrepentimiento hacia Dios y fe en
nuestro Señor Jesucristo” (Hechos 20:21), estamos conformes, porque estas cosas son esenciales;
pero ninguna de ellas es meritoria, de modo que no pueden forma parte de la razón por la que
Dios acepta al pecador. Ni el arrepentimiento de sus pecados, ni la fe en Cristo representa mérito
alguno para el hombre. El no arrepentirse y no confiar en Cristo es un nuevo pecado, porque no
se cree en el testimonio de Dios acerca de su Hijo, y hace a Dios mentiroso (1 Juan 5:10), lo que
es la ingratitud más vil y prueba de la dureza del corazón, como se nos dice en Juan 3:18, 19:
“El que no cree, ya es condenado, porque no creyó en el nombre del unigénito Hijo de Dios. Y
esta es la condenación: porque la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que
la luz; porque sus obras eran malas.”
Pero lo que Roma significa es algo más que el arrepentimiento y la fe, como lo dan a
entender otras declaraciones del Concilio:
“Si alguno dijere que los hombres se justifican solamente por la imputación de la justicia
de Cristo. . . con exclusión de la gracia y la caridad, que es derramada en sus corazones y mora
en ellos; o que la gracia por la que somos justificados es solamente un favor de Dios, sea
anatema.”
“La gracia y la caridad derramada en el corazón e inherente” se unen aquí con la justicia
de Dios como base para la justificación; pero en el corazón de un hombre no regenerado no hay
“gracia y caridad” inherentes. Leamos la descripción que se halla en Efe. 2:
“Vosotros. . . estabais muertos en vuestros delitos y pecados, en que en otro tiempo
anduvisteis conforme a la condición de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire,
el espíritu que ahora obra en los hijos de desobediencia: entre los cuales todos nosotros también
vivimos en otro tiempo en los deseos de nuestra carne, haciendo la voluntad de la carne y de los
pensamientos; y éramos por naturaleza hijos de ira, también como los demás.”
El escritor inspirado de la carta no encuentra huella de la verdadera gracia o caridad
inherentes en el corazón del hombre no regenerado para cooperar con los méritos de Cristo.
¿Qué podemos, pues, ofrecer a Dios? Nada, sino nuestros pecados.
Tal como soy, sin más decir
Que a otro ya no puedo ir,
Y tú me invitas a venir:
Bendito Cristo, vengo a ti.
Tal como soy, sin demorar,
Del mal queriéndome librar,
Me puedes sólo tú salvar:
Bendito Cristo, vengo a ti.
Tal como soy, tu grande amor
Me vence, y con grato ardor
Servirte quiero, mi Señor:
Bendito Cristo, vengo a ti.
El Espíritu Santo derrama en verdad el amor de Cristo en el corazón, pero es en el
corazón del que ha sido justificado, como se halla claramente establecido en Rom. 5:1-5:
“Justificados pues por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor
Jesucristo. . . y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios.... Y la esperanza no
avergüenza; porque el amor de Dios esté derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo
que nos es dado.”
Las buenas obras no son la raíz de la justificación, sino el fruto. En Efe.2:8-10 dice:
“Porque por gracia sois salvos por la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios: no por obras,
para que nadie se gloríe. Porque somos hechura suya, criados en Cristo Jesús para buenas obras,
las cuales Dios preparó para que anduviésemos en ellas.” “No por obras . . . para buenas obras.”
Los romanistas citan la epístola de Santiago en apoyo de la necesidad de las obras: “La
fe, si no tuviere obras, es muerta en si misma,” (Sant. 2:17), y se dan Abraham y Rahab como
testigos. Esto es cierto, porque una fe que no se traduce en obras es muerta, pero no en el sentido
en que lo toma Roma. La fe de Abraham, de que Dios podría resucitar de los muertos, si fuera
necesario, al hijo por medio del cual solamente se podrían cumplir las promesas, le hizo
obedecer la extraordinaria orden de Dios; su obediencia era la fe en ejercicio. Lo mismo
aconteció con Rahab, cuando ocultó a los espías que vinieron a su casa de Jericó. En Hebreos 11
se mencionan Abraham y Rahab como casos en que las obras fueron la evidencia de la fe.
Solamente la fe que obra es fe viva, y lo que hicieron evidenció la fe que había en ellos. El
apóstol Santiago escribió a algunos que se decían cristianos, pero que no daban pruebas de ello,
que pudieron de hecho decir a un hermano que estaba hambriento: “Id en paz, calentaos y
hartaos,” pero no le daban la ayuda que necesitaba. A los tales dice: “Yo te mostraré mi fe por
mis obras” (Sant. 2:14-26). Lo que hace ver el argumento de Santiago es que la fe que no
consiste más que en palabras, y no se manifiesta en actos es espuria; pero esto no quita que sea la
fe la que justifica.
El Espíritu Santo, que mora en el alma regenerada, produciré en ella el fruto del Espíritu:
caridad, gozo, paz, tolerancia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza (Gál. 5:22, 23),
cosas que llegan a ser algo inherente a los impulsos normales de la nueva naturaleza que ha
recibido. Ella tiene que hacer por su parte que estos nuevos impulsos espirituales hallen su
expresión exteriormente en todo cuanto dice o hace. Pablo, escribiendo a Tito, dice:
“No por obras de justicia que nosotros habíamos hecho, mas por su misericordia nos
salvó… para que, justificados por su gracia, seamos hechos herederos según la esperanza de la
vida eterna” (Tito 3:5, 7).
Y luego continúa diciendo:
“Palabra fiel, y estas cosas quiero que afirmes, para que los que creen a Dios procuren
gobernarse en buenas obras. Estas cosas son buenas y útiles a los hombres” (Tito 3:8). En esto
esté la evidencia de las buenas obras.
Las buenas obras caracterizarán indudablemente la vida del alma justificada, pero son el
resultado, no la base de la justificación. La salvación, que es una palabra que se usa con
frecuencia en la Escritura, nos viene por la plena y libre gracia de Dios, que se nos hizo asequible
por la muerte de nuestro Señor por nosotros en la cruz. Esto incluye el perdón, la limpieza, la
justificación (o sea, el ponernos a bien con Dios), la regeneración o nuevo nacimiento (que da
una nueva naturaleza), la santificación (que nos hace santos en la vida práctica), y finalmente la
glorificación (porque cuando él aparezca, seremos como él, porque le veremos como él es) (I
Juan 3:2). Por parte del hombre, se recibe la salvación en toda su plenitud por el arrepentimiento
y la fe. Pablo dijo a los ancianos de Efeso:
“Cómo nada que fuese útil he rehuido de anunciaros y enseñaros, públicamente y por las
casas, testificando a los judíos y a los gentiles arrepentimiento para con Dios, y la fe en nuestro
Señor Jesucristo” (Hechos 20:20, 21). Y así en otras muchas ocasiones: “Séaos pues notorio,
varones hermanos, que por éste os es anunciada remisión de pecados; y de todo lo que por la ley
de Moisés no pudisteis ser justificados, en éste es justificado todo aquel que creyere” (Hechos
1:38, 39).
“La justicia no puede dos veces demandar,
Primero de la sangrante mano de mi Seguridad,
Y después también de la mía.”

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