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Indulgencia


CUANDO LOS OUE HABÍAN sido excomulgados por la iglesia a causa de su apostasía al ser
perseguidos, durante el siglo tercero, pedían su reincorporación a la iglesia, los obispos les
exigían el cumplimiento de alguna penitencia y la realización de ciertas obras meritorias como
muestra de su verdadero arrepentimiento, después de realizado lo cual los penitentes podían ser
restaurados a la comunión de la iglesia por pasos graduados. Los encargados de vigilar esta
disciplina estaban autorizados por los obispos para alargar o acortar el período de prueba, y
reducir o aumentar la severidad de la penitencia impuesta, según lo exigieran las circunstancias.
Nadie consideraba el castigo impuesto como si tuviera valor expiatorio, aunque RO dejaban de
cumplirlo; simplemente lo consideraban como la expresión del descontento y severidad de la
iglesia, a causa del descrédito que el ofensor había ocasionado.
Las indulgencias universales pueden ser usadas en todas las iglesias en cualquier lugar.
Las indulgencias particulares se usan en determinadas iglesias o santuarios.
Las inmediatas, es decir, las que tienen una eficacia inmediata para los que rezan el
rosario o llevan escapularios.
Las personales, que se aplican a uno mismo o a un grupo determinado de personas.
El papa tiene la facultad para aplicar cualquiera de estas indulgencias ya sea a toda la
iglesia o a un creyente en particular. Además, en el año 1903 el Papa delegó su autoridad a
ciertos clérigos, permitiendo a los cardenales que concedieran 200 días de indulgencia, los
arzobispos 100 días y los obispos 50, pero cada uno de ellos en su respectiva diócesis. La
concesión de indulgencias es una práctica común aun en nuestros días en la iglesia de Roma.
Muchos historiadores católicos admiten que en el pasado se ha abusado groseramente de
las indulgencias, dando origen a severas criticas. Así en el año 1517, cuando se necesitaba dinero
para la reconstrucción del templo de San Pedro en Roma, fue enviado Tetzel a vender
indulgencias en Alemania. Este proclamó abiertamente que “tan pronto como suene su moneda
en la bandeja, el alma sale del purgatorio.” La iglesia católico-romana tal vez no venda las
indulgencias ahora en el mercado público como hacía en otros tiempos, sin embargo el dinero
que recibe por las indulgencias en otras maneras constituye uno de los más fuertes ingresos de la
iglesia. Tomemos, por ejemplo, los muchos años de jubileo, en los que se conceden indulgencias
a los que vayan a Roma en peregrinación. El primero de estos jubileos fue instituido por el Papa
Bonifacio VIII en el año 1300, en el que se concedió indulgencia plenaria a todos los fieles que
visitaran las basílicas de San Pedro, San Pablo, Santa María la Mayor y San Juan de Letrán, y
recibieran los sacramentos de la penitencia y la eucaristía. Se dice que en aquel año visitaron
Roma más de dos millones de personas, que dejaron grandes sumas de dinero. Estos jubileos
debían celebrarse cada cien años, pero cuando se acercó el año 1350, los ciudadanos de Roma
suplicaron al Papa Clemente VI que declarase jubileo para aquel año. Parece que para ellos, así
como para el papa, el jubileo había resultado altamente provechoso. El Papa Urbano VI redujo
este intervalo a 33 años, y posteriormente el Papa Paulo II lo redujo a 25 en el año 1470, y así ha
continuado hasta nuestros días, con la diferencia de que desde 1500 en adelante la duración del
jubileo se extendió más allá del año, a fin de que los que no hubieran podido hacer la
peregrinación durante el año, fueran más tarde y gozaran así de sus beneficios. A los que les
fuera imposible ir, se les concedía la misma indulgencia, si daban todo el dinero que podían. El
Papa Pío XII declaró un jubileo extraordinario para el 15 de agosto de 1953, fiesta de la
Asunción, que debía comenzar el 8 de Diciembre del año anterior, fiesta de la Inmaculada
Concepción. Este jubileo, juntamente con el de 1950 y la extensión del año 1951 hacen tres
jubileos en cinco años. Además de estos jubileos hay muchas fiestas especiales y peregrinaciones
a diversas iglesias y lugares santos que dan la oportunidad para acumular méritos y ganar
indulgencias. Roma trata de buscar apoyo en las Escrituras para toda esta tergiversación de la
verdad.
Cita a Mat. 16:19, el pasaje cuya falsa interpretación constituye la raíz misma de sus
errores: “Todo lo que ligares en la tierra será ligado en los cielos; y todo lo que desatares en la
tierra será desatado en los cielos,’ sin tomar en cuenta para nada el hecho de que aquí no se hace
la más mínima referencia al purgatorio ni tiene nada que hacer con él, y que, aun concediendo,
por vía de argumento, que Pedro y los otros apóstoles hubieran recibido este poder, no hay
prueba alguna de que lo posea también el papa.
Roma cita de nuevo I Cor. 5:3-5, y 2 Cor. 2:10, 11. Estos pasajes contienen la orden de
Pablo de excomulgar al que había cometido adulterio con su madrastra, cuyo pecado había sido
considerado ligeramente por la iglesia, de que fuera entregado a Satanás, y si fuera necesario
destruida su carne, a fin de que fuera así traído al arrepentimiento, y su alma salvada. 2 Cor. 7:6-
11 hace ver que la iglesia le excomulgó, y por 2 Cor. 2:10, 11 sabemos que de hecho se
arrepintió de su pecado. El castigo lo impuso toda la iglesia, no un papa, y a toda la iglesia se le
aconseja que le reciban de nuevo. La palabra griega que se usa en este pasaje para significar
perdón es la misma que se usa en Efe. 4:32: “Perdonándoos los unos a los otros,” que quiere
decir siendo bondadosos; no es la palabra que se usa en Mar. 2:7: “¿Quién puede perdonar
pecados, sino solo Dios?", o en 1 Juan 1:9: “El es fiel y justo para que nos perdone nuestros
pecados,” lo que significa absolver.
En Col. 1:24 Pablo habla de cumplir en su carne “lo que falta de las aflicciones de
Cristo.” Esto no significa que Pablo reclamara para sí mismo mérito extra, que pudiera
depositarse en el “Tesoro del Mérito” en ayuda de las almas del purgatorio. Escribía desde la
cárcel donde se encontraba sufriendo por el evangelio que su Señor le había provisto a costa de
sus sufrimientos en el Calvario. Había dicho a sus discípulos que todos los hombres los odiarían
por su amor al nombre de su Señor, que fue precisamente lo que les pasó a ellos y a él. En 2 Cor.
11:23-28 Pablo trae a la memoria los sufrimientos que él había padecido como predicador del
evangelio.
No sólo no hay en las Escrituras apoyo para el uso de las indulgencias, sino que las
condenan de hecho, como hemos visto en capítulos anteriores. Toda esta doctrina es una falsedad
gigantesca, a la que, desde su base, se ha ido añadiendo engaño a engaño.
Comienza suponiendo que nuestro Señor dio a Pedro, no la autoridad para predicar el
arrepentimiento y el perdón de los pecados por medio de Cristo, como lo hizo el mismo Pedro,
sino el poder para que él mismo perdonara los pecados, aunque en ninguna parte encontramos
que él lo hiciera así.
Asume como cierto que Pedro tuvo el poder de pasar una autoridad que no poseía al papa
actual, a través de una larga línea de presuntos sucesores. algunos de los cuales fueron
abiertamente escandalosos.
Da por seguro que el alma tiene que ir a un purgatorio ignorado por completo en la
Biblia, aun después de haber recibido la absolución sacerdotal, para satisfacer por los pecados,
por los que Cristo con su sangre expiatoria no pudo satisfacer suficientemente.
Presupone que el hombre puede hacer méritos propios con sus buenas obras, con los que
no sólo puede cubrir sus propias deficiencias sino también las deficiencias de los otros, lo cual
está en abierta contradicción con lo que enseña la Biblia.
Habla del “Tesoro de Mérito,” y en esto tiene razón, porque aunque la frase “Tesoro de
Mérito” no se halla en la Escritura, el hecho si se encuentra en ella, pues se nos dice que “Cristo .
. . por su propia sangre entró una sola vez en el santuario, habiendo obtenido eterna redención”
(Heb. 9:12), y por consiguiente se nos manda que “Nos lleguemos confiadamente al trono de la
gracia, para alcanzar misericordia, y hallar gracia para el oportuno socorro” (Heb. 4:16). Pero en
ninguna parte de la Biblia se hace la menor indicación de que los méritos de los santos o almas
devotas en la tierra se hallen acumulados, listos para cubrir los pecados de otros. Esto no es más
que una invención romanista.
Da al papa un poder supuesto para administrar un supuesto mérito humano extra, para
libertar a las almas del fuego de un supuesto purgatorio.
Y todo esto se concede por dinero, si no por la venta abierta de las indulgencias como lo
hizo Tetzel, por métodos indirectos como los años jubilares, fiestas especiales y peregrinaciones,
y misas por los difuntos por las que siempre hay que pagar. Nuestro Señor dijo que “un rico
difícilmente entrará en el reino de los cielos” (Mar. 19:23); pero Roma lo cambia por “un pobre
difícilmente entrará en el reino de los cielos,” porque no tiene el dinero que Roma exige para
comprar las indulgencias. Nuestro Señor dijo que “a los pobres es predicado el evangelio” (Mat.
11:5), y casi las últimas palabras del Nuevo Testamento son: “El que tiene sed, venga: y el que
quiere tome del agua de la vida de balde” (Apoc. 22:17).
Nótese la falta de consecuencia. ¿Si el fin del purgatorio es limpiar la escoria y purificar el alma
para hacerla apta para entrar al cielo, ¿de qué aprovecharán a las almas las indulgencias? Si la
indulgencia es realmente plenaria, es decir completa, ¿qué necesidad hay de orar por los
difuntos, o pagar las misas para libertarlos después que se los ha aplicado la indulgencia
plenaria?

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