El catolisismo romano y la Biblia
“LA IGLESIA CATOLICO-ROMANA no desea que el común del pueblo lea la Biblia.” Esta
afirmación ha de ser objetada y negada inmediatamente, y para ello se aducirán citas de papas y
otras autoridades eclesiásticas para rechazarla. En la página del título de la versión católicoromana
de la Biblia en inglés, con fecha de abril de 1778, aparece, por ejemplo, una carta del
Papa Pío VI al Arzobispo de Florencia, en la que urge a los católicos a que lean la Biblia. Dice
así:
“En tiempos en que están circulando aun entre personas iletradas con gran destrucción de
las almas, muchos libros que atacan descaradamente la religión católica, Ud., juzga muy
acertadamente que se debería exhortar a los fieles a leer las Santas Escrituras, porque ellas
constituyen la fuente más abundante, que debería estar abierta para todos, para que de ellas
saquen pureza de costumbres y de doctrina, y para exterminar los errores que tanto se extienden
en estos corrompidos tiempos.”
Frente a esta tan hermosa declaración deben colocarse, sin embargo, los hechos históricos
tanto antiguos como modernos.
El Concilio de Tolón en 1239 prohibió de hecho que los laicos poseyeran alguno de los
libros de la Biblia, fuera del salterio y el breviario (este último contiene los rezos que deben
hacer los sacerdotes y en ellos hay algunas porciones de la Escritura), y prohibió
terminantemente que fueran traducidos a la lengua popular.
Trescientos años más tarde fue renovada esta prohibición en el índice de libros prohibidos
preparado por orden del Concilio de Trento, que dice: “Habiendo demostrado la experiencia que,
si se permite circular indiscriminadamente por todas partes en la lengua del pueblo los libros
sagrados, puede resultar más daño que provecho a causa de la imprudencia de los hombres en
este respecto, deben someterse al juicio del obispo o inquisidor, los que permitirán la lectura de
estos libros traducidos por autores católicos a la lengua del pueblo a aquellos que juzguen
capaces de derivar de su lectura no pérdida, sino aumento en la fe y en la piedad. Esta licencia
debe tenerse por escrito, y si alguno osara leerlos o tenerlos en su poder sin esta licencia no
podrá recibir la absolución de su pecado hasta que haya devuelto los libros al ordinario. Los
libreros que los hayan vendido o entregado en cualquier otra forma. . . perderán el valor de
dichos libros en favor del obispo.”
De esta manera, según el decreto del Concilio de Trento, que anatematizó a los que se
negaran a reconocer sus decisiones como infalibles, y por consiguiente inmutables, no pueden
leer las Escrituras más que aquellas personas que el obispo juzgue idóneas, y esto sólo cuando
tengan licencia escrita para ello. En tiempos posteriores el Papa León XII, en una encíclica
fechada el 3 de mayo de 1824, escribe:
“Vosotros sabéis, venerables hermanos, que cierta sociedad llamada Sociedad Bíblica
anda con descaro por todo el mundo, la cual sociedad, en contra del conocido decreto del
Concilio de Trento, trabaja con todo su poder y por todos los medios para traducir, mejor dicho
pervertir, las Santas Escrituras a la lengua popular de cada país.... Cumpliendo nuestro deber
apostólico, os exhortamos a que apartéis vuestro rebaño de estos pastos venenosos.”
Los obispos católico-romanos de Irlanda entregaron dicha encíclica a sus sacerdotes con
una carta explicatoria, de la que extractamos lo siguiente: “Nuestro santo padre recomienda a los
fieles la observancia de la regla de la Congregación del Índice, que prohíbe el uso de las
Sagradas Escrituras en la lengua del pueblo sin la aprobación de las autoridades competentes. Su
santidad advierte sabiamente que ha notado que resulta más mal que bien del uso indiscriminado
de las Escrituras a causa de la malicia o debilidad de los hombres.... Por eso, queridos hermanos,
tales libros han sido y serán siempre execrados por la iglesia católica, y esta es la razón por la
que con frecuencia ha ordenado que sean entregados a las llamas.”
Con el respaldo de tal autoridad no es de extrañar que las Biblias hayan sido confiscadas
y quemadas en el pasado. Esto se sigue haciendo aun hoy mismo en los países en que la iglesia
romana tiene suficiente autoridad. Tal acción no seria tolerada en países protestantes, en los que
Roma tiene que ceder ante la opinión ilustrada, pero en el fondo ella se resiste todavía a colocar
la Biblia en las manos del común del pueblo, como lo demuestra la siguiente declaración del
Cardenal Wiseman: “Aunque las Escrituras sean permitidas aquí, no urgimos al pueblo a que las
lea, ni los exhortamos a que lo hagan; no las propagamos todo lo que podemos. Ciertamente que
no.”
A pesar de la carta de Pío VI, las Escrituras no se “dejan abiertas para que cualquiera
extraiga de ellas la pureza de costumbres y de doctrina.” Todo lo contrario.
La costumbre establecida en la iglesia romana es publicar la Biblia con notas, para que el
que las lea conozca el sentido que ella da a sus doctrinas. La carta encíclica de Pío IX, publicada
el 8 de diciembre de 1849, dice: “Refiriéndome especialmente a las Santas Escrituras, se debe
recordar encarecidamente a los fieles a su cargo que ninguna persona tiene base para confiar en
su propio juicio en cuanto a lo que sea su verdadero sentido, si éste se opone a la santa madre
iglesia, que es la única que ha recibido la comisión de Cristo de vigilar por la fe que le ha sido
encomendada y decidir sobre el verdadero sentido e interpretación de los escritos sagrados.”
Por lo dicho se deja ver que, aunque la iglesia católico-romana reconoce la inspiración
divina de las Santas Escrituras, no tienen éstas la autoridad final, sino la iglesia romana, que es la
única que tiene el derecho de decidir e interpretar su significado.
Las mismas Escrituras demuestran claramente que tienen el derecho de ser colocadas en
las manos del pueblo, y por eso las autoridades papales las han prohibido, pues las enseñanzas de
la Biblia y las doctrinas de Roma son diametralmente opuestas. Recurramos a la misma Biblia.
En los tiempos del Antiguo Testamento todo el pueblo de Israel se reunió en el Sinaí para
escuchar la voz de Dios. Moisés había recibido de Dios la orden de escribir todos los
mandamientos que había recibido de él (Ex. 34:27, 28). Este escrito debía ser leído en alta voz en
los oídos de todo el pueblo cada séptimo año durante la Fiesta de los Tabernáculos (Deut. 31:9-
13).
“Harás congregar el pueblo, varones y mujeres y niños, y tus extranjeros que estuvieron
en tus ciudades, para que oigan y aprendan, y teman a Jehová vuestro Dios, y cuiden de poner
por obra todas las palabras de esta ley: y los hijos de ellos que no supieron oigan, y aprendan a
temer a Jehová vuestro Dios todos los días que viviereis sobre la tierra.”
En Nehemías se halla el relato de cómo se realizó esto: “Y leyó Esdras en el libro de la
ley de Dios cada día, desde el primer día hasta el postrero” (Neh. 8:1-18). Esta lectura produjo el
arrepentimiento como se lee en Nehemías 9.
Josué recibió orden de meditar en esta ley escrita del Señor día y noche para que
aprendiera a obrar conforme a todo lo que estaba escrito en ella. “Nunca se apartará de tu boca,”
dijo el Señor, lo que significaba que los mandatos que él diera al pueblo debían ser ordenados
por ella (Josué 1:7,8).
El mandamiento dado a los hijos de Israel decía así: “Estas palabras que yo te mando hoy,
estarán sobre tu corazón: y las repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas estando en tu casa, y
andando por el camino, y al acostarte, y cuando te levantes: y has de atarlas por señal en tu
mano, y estarán por frontales entre tus ojos: y las escribirás en los postes de tu casa y en tus
portadas” (Deut. 6:6-9, y 11:18-21).
Estos pasajes demuestran cómo el pueblo de Israel debía conocer, y familiarizarse, y
tener presente en todos los actos de su vida diaria la Palabra de Dios, primeramente en su forma
oral y después en forma escrita como cabeza de las Escrituras del Antiguo Testamento.
Al transformarse la teocracia en monarquía, todos los nuevos reyes, al subir al trono, debían
hacer una copia del Libro de la Ley para su propio uso. “Y lo tendrá consigo, y leerá en él todos
los días de su vida, para que aprenda a temer a Jehová su Dios, para guardar todas las palabras de
aquesta ley y estos estatutos, para ponerlos por obra” (Deut. 17:18, 19).
Los Salmos demuestran abundantemente que el pueblo escogido de Dios estaba
familiarizado con las partes del canon del Antiguo Testamento que entonces existían, y que eran
consideradas como el centro de su vida nacional, como norma de fe y conducta.
El Salmo 1:1-3 describe la bienaventuranza del hombre que se deleita en la ley del Señor
y que medita en ella de día y de noche. El tal es como un árbol plantado junto a arroyos de agua,
que da su fruto en su tiempo, y su hoja no cae.
El Salmo 19 habla de la perfección de la ley de Dios y de sus resultados prácticos en las
vidas de los que la guardan. Es mejor que el oro, más dulce que la miel, que ilumina, corrige y
premia.
El Salmo 119 menciona la Palabra de Dios en casi todos sus 176 versículos en una forma
u otra, por ejemplo: En el versículo 9: “¿Con qué limpiará el joven su camino? Con guardar tu
palabra.”
En el versículo 11: “En mi corazón he guardado tus dichos, para no pecar contra ti.”
En el versículo 16: “Recrearéme en tus estatutos: no me olvidaré de tus palabras.”
En el versículo 104: “De tus mandamientos he adquirido inteligencia: por tanto he
aborrecido todo camino de mentira.”
En el versículo 105: “Lámpara es a mis pies tu palabra, y lumbrera a mi camino.”
Viniendo a los tiempos del Nuevo Testamento encontramos que nuestro mismo Señor,
siendo niño, crecía en sabiduría en tal forma que su conocimiento de las Escrituras del Antiguo
Testamento causó la admiración de los doctores en el templo (Luc. 2:46, 47) . Su mente estuvo
saturada de las Escrituras aun en esta tierna edad. Cuando más adelante se encontró con el
tentador en el desierto, pudo echar mano al momento a la Escritura más adecuada a su necesidad,
y arrojó fuera al demonio repitiéndole tres veces el “Está escrito” (Mat. 4:1-11).
Nuestro Señor nunca reprendió a los judíos de su tiempo por leer las Escrituras, sino por negarse
a obedecer lo que en ellas leían.
“Escudriñad las Escrituras, porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna;
y ellas son las que dan testimonio de mi” (Juan 5:39, 40). Cuando los saduceos se burlaron de la
resurrección, les dijo: “Erréis, ignorando las Escrituras” (Mat. 22:29). El papa y los concilios de
la iglesia romana dicen que el hombre ordinario corre el peligro de caer en error, leyendo la
Biblia por sí mismo; pero nuestro Señor afirma que el peligro de extraviarse está en no leer la
Biblia. ¿A quién debemos obedecer, a Dios o al hombre? La respuesta la da el apóstol Pedro: “Es
menester obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hechos 5:29).
Pablo encontró en Listra a un joven discípulo llamado Timoteo, hijo de madre Judea y de
padre griego, al que tomó como compañero de sus trabajos. A este joven dirigió Pablo dos de sus
cartas, escritas en los últimos años de su vida. En la 2a Timoteo 3:15 dice: “Desde la niñez has
sabido las Sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para la salud por la fe que es en
Cristo Jesús.” Las Santas Escrituras, que Timoteo había conocido desde su infancia, no le habían
conducido al error, sino al conocimiento de la salvación en Jesucristo. ¿Cómo había recibido él
tan pronto ese conocimiento de las Escrituras del Antiguo Testamento? La respuesta la
encontramos en 2 Tim. 1:5. Es obvio que lo recibió de su madre Eunice y de su abuela Loida.
Citemos un pasaje más. Al oír los judíos de Berea la predicación de Pablo y Silas acerca
del Señor Jesucristo, “recibieron la Palabra con todo solicitud.” Pero no pararon ahí, sino que
recurrieron a las Escrituras del Antiguo Testamento, “escudriñando cada día las Escrituras, si
estas cosas eran asé.” Tuvieron las Escrituras en sus manos, las escudriñaron y las tomaron como
pauta para asegurarse de la veracidad de la predicación. Lejos de ser reprendidos por ello,
recibieron recomendación: “Fueron éstos más nobles que los que estaban en Tesalónica,” porque
con mente abierta recibieron la palabra y la confrontaron con las Escrituras, con el resultado de
que “creyeron muchos de ellos” (Hechos 17:10, 12).
Todos estos pasajes se refieren a las Escrituras del Antiguo Testamento, y no podía ser de
otra manera, pues en aquel tiempo no se había escrito aún el Nuevo Testamento. En ninguna
parte de la Biblia se encuentra la más ligera indicación de que las Escrituras del Nuevo
Testamento, según fueron escritas más tarde, deberían tratarse en forma diferente de las del
Antiguo. Pedro en su carta (2 Pedro 3:15, 16) menciona algunas de las cartas de Pablo, que en
aquel tiempo estaban ya en circulación, y las clasifica como “otras Escrituras,” colocándolas a la
par con los libros del Antiguo Testamento. La iglesia católico-romana cita este pasaje para
probar la necesidad de que la iglesia quite la Biblia de las manos del común del pueblo, porque
Pedro dice que algunos indoctos e inconstantes habían torcido los escritos de Pablo o algunas
partes de ellos que eran difíciles, para perdición de sé mismos. Es cierto que Pedro previene
contra el peligro de torcer las Escrituras, es decir, tergiversar su significado, pero de ninguna
manera advierte a sus lectores contra la lectura de las mismas, o sugiere que solamente el papa o
los concilios pueden leerlas e interpretarlas. Lo que él dice es: “Así que vosotros, oh amados,
pues estáis amonestados, guardaos que por el error de los abominables no seáis juntamente
extraviados, y caigáis de vuestra firmeza.” E inmediatamente continúa diciendo: “Mas creced en
la gracia y conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.” ¿Cómo deberían ellos crecer
en esta gracia y conocimiento, y cómo podemos hacerlo nosotros? La respuesta está en I Pedro
2:1, 2: “Dejando pues toda malicia, y todo engaño, y fingimientos; y envidias, y todas las
detracciones, desead, como niños recién nacidos, la leche espiritual, sin engaño, para que por ella
crezcáis en salud.” Nuestro desarrollo y crecimiento espiritual depende de nuestra lectura
constante y devota de la Palabra de Dios, con corazones listos a obedecer todos sus preceptos.
Según la Palabra de Dios uno de los dones del Señor Jesucristo ascendido a su iglesia es
el de “maestros” (Efes. 4:11), y todos los hijos de Dios reconocen la ayuda que reciben de la
enseñanza de hombres que tienen un mayor conocimiento de la Biblia y una experiencia cristiana
más profunda que la suya. En I Tim. 5:17 se nos dice: “Los ancianos que gobiernan bien, sean
tenidos por dignos de doblada honra; mayormente los que trabajan en predicar y enseñar.” Pero
esto dista mucho de la enseñanza que nos niega el acceso libre a las Escrituras, y nos manda
buscar en su lugar un intérprete. A todos se nos promete y se nos da un maestro del que la iglesia
romana se olvida y lo ignora en la práctica. Nuestro Señor dijo a sus discípulos en su discurso en
el aposento alto, antes de dejarlos: “Yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté
con vosotros para siempre: al Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le
ve ni le conoce: mas vosotros le conocéis; porque esta con vosotros, y será en vosotros” (Juan
14:16.17).
“Mas el Consolador, el Espíritu Santo, al cual el Padre enviará en mi nombre, él os
enseñará todas las cosas, y os recordará todas las cosas que os he dicho” (Juan 14:26).
“Pero cuando viniere aquel Espíritu de verdad, el os guiará a toda verdad” (Juan 16:13).
La promesa del Espíritu no fue solamente a los apóstoles, sino a todos los creyentes. En el día de
Pentecostés él vino sobre las 120 personas que estaban reunidas en Jerusalén (Hechos 1:15, y
2:1-4). Esta promesa fue hecha también a los millares que creyeron en aquel día (Hechos 2:38), y
extendida a las generaciones de creyentes por nacer, tanto de judíos como de gentiles (Hechos
2:38, 39). La insistencia de Roma sobre la necesidad de una dirección sacerdotal para leer las
Escrituras contradice abiertamente 1 Juan 2:27 que está dirigido a todos los creyentes.
“La unción que vosotros habéis recibido de él, mora en vosotros, y no tenéis necesidad
que ninguno os enseñe; mas como lo unción misma os enseña de todas cosas, y es verdadera, y
no es mentira, así como os ha enseñado, perseveraréis en él.”
Esto corre parejas con lo que Pablo escribió a las iglesias de Corinto y de Tesalónica.
“Como a sabios hablo; juzgad vosotros lo que digo” (1 Cor. 10:15).
“Examinadlo todo; retened lo bueno” (1 Tes. 5:21) .
En ambos pasajes se afirma el derecho y el deber del juicio privado no sólo por Pablo,
sino por el mismo Espíritu Santo, que, la misma iglesia romana admite, inspiró estas epístolas.
Estas exhortaciones no están dirigidas a papas o sacerdotes, que entonces no existían, ni siquiera
a los ancianos de la iglesia, sino a todos “los santos y fieles en Cristo.”
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