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La Autoridad temporal


EN LOS CAPITULOS ANTERIORES hemos procurado trazar el proceso por el que la iglesia de
Roma se trasformó de una iglesia local, de fe y origen verdaderamente apostólicos, en la iglesia
de Roma que reclama para sí autoridad espiritual absoluta no sólo sobre las almas de los
individuos, sino también sobre todas las demás iglesias dondequiera que estén. Roma va más
lejos aun: no sólo reclama la autoridad espiritual, sino también la temporal. Las llaves de Pedro,
de oro la una de plata la otra, simbolizan para Roma la supremacía espiritual y secular. Las dos
espadas, que Pedro sacó en el jardín de Getsemaní, y de las que, según la interpretación romana,
el Señor dijo “Basta” (Luc. 22:38), representan para ellos la misma doble autoridad. Estos dos
pasajes, tan arbitrariamente interpretados, son los únicos de toda la Escritura de los que echa
mano Roma para apoyar el poder temporal que para sí reclama. La autoridad espiritual es
superior a la autoridad secular, y como el papa tiene ambas, por ser sucesor de Pedro, todos los
tronos de la tierra tienen que someterse a su dominio. Citemos una vez más del libro Buzón de
Preguntas:
“La Iglesia es, a la verdad, un reino espiritual, establecido únicamente para la salvación
de la humanidad. El poder temporal de los papas, que duró por varios siglos, no era en manera
alguna necesario para el ejercicio de su poder espiritual, puesto que subsiste por razón de su
propio derecho divino.... Los católicos han sostenido siempre que para ejercer de hecho su
suprema jurisdicción universal como vicarios de Cristo, los papas no deben estar sujetos a
ningún príncipe secular. Como declaró Pío IX en 1849: “Los pueblos, los reyes y las naciones no
recurrirían con plena confianza y devoción al Obispo de Roma, si vieran que está sujeto a un
soberano o gobierno, y no supieran que gozaba de completa libertad” (pág. 165).
El argumento de la “necesidad” de un poder temporal en cualquier forma o manera es
sumamente falaz y contrario a las enseñanzas de Cristo y de todo el Nuevo Testamento. Nuestro
mismo Señor renunció a toda dependencia del brazo secular cuando dijo a Pedro: “Vuelve tu
espada a su lugar; porque todos los que tomaren espada, a espada perecerán” (Mat. 26:52); y
también cuando dijo a Pilato: “Mi reino no es de este mundo: si de este mundo fuera mi reino,
mis servidores pelearían para que yo no fuera entregado a los judíos: ahora, pues, mi reino no es
de aquí” (Juan 18:36).
A los cristianos se les exhorta a someterse a las autoridades seculares, no a manejar el
poder temporal; y el mismo Pedro ordena, bajo la inspiración del Espíritu Santo:
“Sed pues sujetos a toda ordenanza humana por respeto a Dios: ya sea al rey, como a
superior, ya a los gobernadores, como de él enviados para venganza de los malhechores, y para
loor de los que hacen bien. Porque esta es la voluntad de Dios; que haciendo bien, hagáis callar
la ignorancia de los hombres vanos” (1 Pedro 2:13-15).
El apóstol Pablo es igualmente enfático en su enseñanza:
“Toda alma se someta a las potestades superiores; porque no hay potestad sino de Dios; y
las que son, de Dios son ordenadas. Así que, el que se opone a la potestad, a la ordenación de
Dios resiste: y los que resisten, ellos mismos ganan condenación para sí. Porque los magistrados
no son para temor al que bien hace, sino al malo. ¿Quieres pues no temer la potestad? Haz lo
bueno, y tendrás alabanza de ella; porque es ministro de Dios para tu bien. Mas si hicieres lo
malo, teme: porque no en vano lleva el cuchillo; porque es ministro de Dios, vengador para
castigo al que hace lo malo. Por lo cual es necesario que le estéis sujetos, no solamente por la ira,
mas aun por la conciencia. Porque por esto pagáis también los tributos; porque son ministros de
Dios que sirven a esto mismo” (Rom. 13:1-7).
Y en otro lugar:
“Amonéstales que se sujeten a los príncipes y potestades, que obedezcan, que estén prontos a
toda buena obra” (Tito 3:1).
Es evidente que las potestades superiores a que aquí se hace referencia son los poderes
seculares, pues se define como “el rey,” de quien Pedro dice que es supremo, no del papa, que se
supone era Pedro, aunque el nombre no aparece sino después de cientos de años, y
“gobernadores” que son enviados por él. El rey y los gobernadores son 105 señalados por Dios
para gobernar el reino secular, y el que a ellos resiste, resiste a la ordenación de Dios. De la
misma manera los ancianos, u obispos, como se les llama con frecuencia en la Escritura y ambos
ejercen el mismo oficio, son los ordenados de Dios en el reino espiritual, como dice el apóstol
Pedro en su epístola:
“Ruego a los ancianos que están entre vosotros, yo anciano también con ellos. . .
apacentad la grey de Dios que está entre vosotros, teniendo cuidado de ella, no por fuerza, sino
voluntariamente; no por ganancia deshonesta, sino de un ánimo pronto; y no como teniendo
señorío sobre las heredades del Señor, sino siendo dechados de la grey” (I Pedro 5:1-3).
Ellos tenían la obligación de poner en práctica los primeros, lo que exhortaban a que
hicieran los otros. Ellos mismos tenían que estar sujetos a las autoridades seculares, para dar el
ejemplo a otros creyentes que Dios había puesto a su cuidado. La historia nos dice cómo la
iglesia romana ha fallado completamente en este punto, no de una manera casual, sino
deliberadamente. El historiador Hume, escribiendo sobre el estado de costumbres prevaleciente
en Inglaterra en tiempos de Tomás Becket, dice:
“Los eclesiásticos de entonces se habían negado a someterse directamente a los
magistrados. En caso de una acusación criminal, reclamaron abiertamente la exención de los
tribunales de justicia, y poco a poco fueron haciendo extensiva esta exención a las causas
civiles.”
En su libro, El Pontificado de Pío IX, publicado en 1851, escribe Nicolini:
“En asuntos criminales el juez en lo civil no tiene Jurisdicción alguna sobre una persona
relacionada directa o indirectamente con la iglesia.... Ni los mismos sirvientes del obispo,
prelado o cardenal, ni siquiera sus esposas, están sujetos a los tribunales laicos. Podrán insultar,
robar y matar, pero nadie tiene la facultad de castigarlos sino el obispo.”
Este principio se aplicó también en los Estados Pontificios hasta que fueron libertados del yugo
de Roma.
Pero volvamos al principio: la pretensión de Roma al poder temporal corrió parejas con
su usurpación de la autoridad espiritual, porque las circunstancias que fomentaron su arrogancia
y poder crecientes eran las mismas. Su decadente vida espiritual, creciente prestigio político y
riquezas bajo el patronato de Constantino, la quiebra del poder civil con la invasión de los
bárbaros en el siglo quinto, y el traslado del trono imperial a Constantinopla, dejando a Roma sin
una autoridad civil fuerte, fueron circunstancias aunadas en las manos de hombres que supieron
aprovecharse de estas oportunidades para afirmar la autoridad de la iglesia. Al finalizar el siglo
octavo el papa confirió a las fundaciones eclesiásticas privilegios que les dieron pie para
introducirse en la jurisdicción secular. Nicolás I (851-867), con la ayuda de las famosas Falsas
Decretales, que se suponía se remontaban al tiempo de Clemente (91-100), aseguró con éxito la
sujeción de los poderes seculares a la iglesia. Gregorio VII (1073-1085), conocido comúnmente
con el nombre de Hildebrando, se propuso elevarse a sí mismo en forma absoluta sobre toda
autoridad secular, e hizo que el trono papal fuera el dueño absoluto del mundo.
Hildebrando ganó la más notable victoria, en su lucha con el Emperador Enrique IV de
Alemania, al poner a éste en entredicho. Al ser excomulgado y destronado, y sus súbditos
absueltos del deber de la obediencia, el Emperador se vio obligado a poner a un lado su dignidad
real, atravesar los Alpes hasta lo que hoy es territorio italiano, y viajar en el crudo invierno de
1077, descalzo y descubierta la cabeza, vestido con áspera indumentaria penitencial, hasta el
palacio papal, a cuya puerta tuvo que estar golpeando durante tres días antes de que se le diera
entrada.
La meta que se había propuesto Hildebrando en su pontificado, la alcanzó finalmente
Inocencio III (11981226), en cuyo tiempo el sistema papal medioeval alcanzó su cenit, y el papa
fue reconocido como el depositario de todo poder en la tierra, tanto secular como sagrada. En
una bula publicada en 1302 por Bonifacio VIII, se declaró que el monarca no puede hacer uso de
la espada de la autoridad temporal sino a juicio y con el permiso del papa.
Pero las tornas se cambiaron y vino después una reacción contra estas pretensiones.
Felipe de Francia consiguió su independencia como soberano. Con la muerte de Bonifacio
desapareció virtualmente el papado medieval como una monarquía universal, y a pesar de sus
altivas pretensiones, el papado no ha podido volver a ejercer su autoridad sobre los gobiernos
civiles de Europa. Enrique VIII de Inglaterra rompió con el papa en el asunto de la supremacía
romana. Nadie cree que hubiera un motivo espiritual al reclamar así su independencia, pero
tampoco hubo nada de espiritual de parte de Roma. Lo que Enrique pretendió fue ser señor en su
propia casa. En el año 1570 el papa puso en entredicho a Isabel, la hija de Enrique, absolviendo a
sus súbditos del deber de obediencia. Ella hizo caso omiso del papa y continuó gobernando a
pesar de él, y aun sus mismos súbditos católico-romanos se pusieron con ella frente a la
dominación romana. El poder temporal de los papas ha ido declinando desde los días de la
Reforma.
El papa ejerció dominio absoluto en la ciudad de Roma y todo lo que entonces se conocía
con el nombre de Estados Pontificios hasta el año 1870 y, como era de esperar, su gobierno fue
una autocracia completa. El pueblo carecía de todos los derechos democráticos y de toda
autoridad en los asuntos gubernamentales. Únicamente tenían los derechos y privilegios que el
papa les concedía a su discreción y siempre estaban expuestos a que se los cancelara
arbitrariamente. Todo el gobierno se hallaba en las manos de la iglesia, es decir, de los
sacerdotes, y estos lo ejercían en su propio beneficio más bien que en favor del pueblo. Los
decretos y normas de gobierno que eran necesarios se promulgaban en las bulas papales en latín,
que no era entendido por el pueblo, o eran sencillamente proclamados. Los cardenales, los
arzobispos y obispos, y aun los mismos sacerdotes, formaban una clase privilegiada. Si algunos
entre las clases populares se atrevían a apelar contra alguna decisión opresiva, o leer la Biblia
protestante, o aun libros de historia no aprobados por el papado, eran llevados a los tribunales
eclesiásticos y juzgados como por ofensas criminales. No es de extrañar, por consiguiente, que
en 1849 se rebelaran e intentaran deponer al Papa. Este tuvo que huir en busca de seguridad, y no
pudo regresar hasta el año siguiente en que los ejércitos romanos de Francia, Austria y España
enviaron sus tropas para instalarle de nuevo y darle la protección necesaria para reasumir el
gobierno. A pesar de ello, el Papa promulgó en 1864 una serie de ordenanzas, que hicieron ver
que no había cambiado su deseo de gobernar como monarca absoluto. No mencionaremos más
que tres.
Ningún gobierno puede poner límites a los privilegios y autoridad de la Iglesia: este poder
ha sido conferido a la misma iglesia (es decir, al papa) y ella lo ejerce con o sin el concurso del
gobierno secular.
Si la autoridad de la Iglesia se hallare en conflicto con la autoridad del gobierno secular,
éste debe someterse a la autoridad de la Iglesia.
La Iglesia ejercerá su autoridad en el gobierno tanto directa como indirectamente.
No es necesario agregar que, frente a tales reclamaciones de la autoridad papal en los
asuntos seculares, los súbditos de los Estados Pontificios recibieron con buena gana, como rey de
la nueva Italia, al Rey de Cerdeña, que entró en la ciudad de Roma el año 1870. Los Estados
Pontificios y otros territorios adyacentes entraron a formar el Reino de Cerdeña, constituyéndose
así la Italia de hoy día, con Roma por su capital. Al hacerse un plebiscito, algo más tarde, el
noventa por ciento de la población aprobó el nuevo régimen.
A pesar de que el papa reside aún en el Vaticano, su territorio, que antes abarcaba unas
1750 millas cuadradas (unos 2800 Km. 2), con cerca de tres millones de habitantes, entró a
formar parte del territorio del nuevo rey. Esto no obstante, la iglesia romana siempre está
tratando de volver a conseguir el poder temporal “directa o indirectamente,” como dice la
ordenanza de 1864.
Después de apoderarse del poder, Mussolini hizo un tratado con el Vaticano por el que se
reconoce el extremo noroeste de la ciudad de Roma, con una área de unas 108 hectáreas en las
que se levanta el Vaticano, juntamente con unas cincuenta hectáreas más que ocupan los
edificios eclesiásticos, un palacio y la estación de radio, como estado soberano del Vaticano, con
su propio servicio postal, moneda, periódicos, servicio de cable y un ferrocarril, que rara vez se
usa. Aunque es el estado más pequeño del mundo, tiene sus representantes oficiales en muchas,
si no en todas las capitales extranjeras, y por medio de ellos y de un vasto programa educacional
en cada país procura influenciar el pensamiento y la vida de más de trescientos millones de
adherentes. Para la mayor parte de ellos el papa no es simplemente una cabeza espiritual, sino
que es un monarca absoluto que reúne en sus manos la autoridad gubernamental y el poder
legislativo, judicial y ejecutivo. El tiene autoridad suprema tanto en su pequeño reino como en la
iglesia que gobierna, y no tiene obligación de dar a conocer a nadie sus propósitos. Nadie, ni
siquiera los cardenales, le puede pedir razón de lo que hace. Al ser coronado se le recuerda que
se va a sentar en el trono de San Pedro, y que es pontífice supremo, no sólo en Roma, sino en
todo el mundo. El Colegio de cardenales ayuda al papa en la administración de la iglesia; las
funciones de los cardenales son importantes, pero no son más que subordinados. El Papa limitó
el número de cardenales a setenta en 1576, pero rara vez ha alcanzado ese número. En teoría no
se reconocen fronteras nacionales en el nombramiento de los cardenales, pero de hecho siempre
han predominado los italianos. El nuevo papa es elegido por el Colegio de cardenales en
votación secreta. Durante la elección no se les permite a los cardenales buscar información o
comunicar su modo de pensar a los demás, y la votación sigue día tras día hasta que uno de los
candidatos ha reunido el número de votos requerido. No es menester que el nuevo papa forme
parte del Colegio, pero desde el año 1378 no ha sido elegido ninguno que no fuera cardenal.
¿Qué uso ha hecho Roma de la supremacía espiritual y temporal que reclama? La
respuesta la dan la historia de la persecución de Juan Hus y sus seguidores, de la Inquisición en
España y Holanda, de la persecución y matanza de los Hugonotes en Francia, los mártires
marianos en Inglaterra y otras muchas páginas que están bañadas en sangre. Cuando Roma no
puede negar esto, dice que también ha habido persecuciones protestantes, para defenderse. Esto
es verdad hasta cierto punto, y cuando es verdad, los protestantes reconocen libremente el mal
que han hecho, pero Roma, no. El número de romanistas que sufrieron a manos de los
protestantes fue insignificante comparado con el de los que sufrieron en las persecuciones
romanistas.
Roma no puede perseguir hoy día como lo hizo en tiempos pasados, por el espíritu de
democracia libertad que predomina, pero el siguiente extracto tomado de Baptist Times del 4 de
Julio de 1957, demuestra que su espíritu no ha cambiado:
“Algunos misioneros de la Cruzada de Evangelización Mundial informan que en Victoria,
Caldas, Colombia, mientras un anciano gobernante estaba celebrando la Santa Cena, entró un
sacerdote, arrojó al suelo de un golpe el vino que el anciano tenía en sus manos e insultó a todos
los presentes. Más tarde llegaron las autoridades para ayudar al sacerdote a llevar a los
evangélicos al local de la escuela y los encerraron allí. Una turba de fanáticos, armados con
palos, los esperaba al salir libres a la mañana siguiente, y aunque los golpearon y maltrataron,
pudieron arreglárselas para salir de allí.
“En el distrito rural de Samana el sacerdote y su ’fuerza de policía’ ahuyentaron a los
evangélicos de sus propias casas, mientras el sacerdote daba órdenes de que “no quede vivo
ningún protestante.” Los perseguidores consiguieron agarrar a Belarmina Tabares Alvarez,
señorita de 24 años, y su cuerpo fue hallado más tarde en las aguas del río Tasajo.”
Estos atropellos y el crimen fueron instigados por los sacerdotes de la iglesia católicoromana,
hombres que pueden y de hecho administran los sacramentos romanos con la autoridad
papal, y pronuncian la absolución a todos los que les confiesan sus pecados. ¿Es responsable de
esto el Papa? El es la cabeza absoluta de la iglesia, y no puede alegar ignorancia, pues en la
posición que ocupa y con los medios de que dispone, él debe estar al tanto de ello. Pero Roma ha
demostrado que sigue siendo la misma enemiga implacable de todos los que no se someten a sus
dictámenes, no sólo en estos dos casos sino en muchos otros. La única razón por la que no ejerce
este despotismo en los países cultos, como el nuestro, es porque no puede. Se alzarían para
condenarla no sólo los protestantes y hombres de mundo en general, sino hasta hombres y
mujeres de su misma fe.

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