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La confesion y la absolucion


LA IGLESIA CATOLICO-ROMANA enseña que la confesión no es una institución humana de
un papa o de un concilio, sino una institución divina que se ha observado en la iglesia desde el
principio” (Buzón de Preguntas, pág. 262). Como autoridad se da la cita del Concilio de Trento:
“Si alguno niega que la confesión sacramental fue instituida o sea necesaria para la
salvación, por derecho divino, o dice que la manera de confesarse secretamente al sacerdote solo,
lo que ha observado la iglesia desde el principio, y aún lo observa, o que sea ajena a la
institución o mandato de Cristo, y que es una institución humana, sea anatema.”
En apoyo de esta tesis cita algunos pasajes bíblicos, ninguno de los cuales se refiere a la
confesión al sacerdote con miras a la absolución, ni se hace alusión alguna a la confesión en los
escritos de la primitiva iglesia hasta el siglo tercero y la mayor parte de ellas mucho más tarde.
Parece que la confesión, tal cual la practica ahora la iglesia romana, tuvo su origen en la
costumbre de exigir a ciertos penitentes que hicieran confesión pública de sus pecados antes de
ser vueltos a admitir a la santa comunión. Dada la naturaleza del asunto, esta confesión muchas
veces no era edificante, y por eso, en determinados casos, los encargados oían la confesión en
privado, y daban las instrucciones pertinentes al penitente acerca de la manera en que debía hacer
su confesión pública ante la asamblea. Poco a poco este procedimiento se hizo obligatorio para
todos los pecados. Sin embargo, el Papa León el Grande en el año 450 prohibió la confesión
pública, y fue ésta reemplazada por la confesión privada al sacerdote. La confesión privada debe
hacerse después de haber cometido algún pecado mortal y en el momento de la muerte. El Cuarto
Concilio Lateranense decretó en el año 1215 que la confesión debe hacerse por lo menos una vez
al año. El bautismo quita el pecado original y cualquier otro pecado que se hubiere cometido
antes del bautismo; la confesión y absolución son para los pecados cometidos después del
bautismo, si el alma no se ha de perder por la eternidad. Sostiene Roma, aunque sin autoridad
alguna de la Escritura, que el sacerdote ha sido designado por Dios para juzgar los pecados de los
hombres, con poder para absolver o para condenar. Para poder ejercer este tremendo poder, el
sacerdote necesita conocer todas las circunstancias de cada caso a fin de poder pronunciar un
juicio verdadero, de ahí la necesidad de una “buena confesión” en la que no se oculte nada. El
Buzón de Preguntas, ya mencionado, dice en la página 287:
“La confesión auricular no se menciona expresamente en ningún lugar de la Biblia, pero
el mismo Cristo la ordenó divinamente al dar a sus discípulos el poder de perdonar o retener los
pecados (Juan 20:23). El sacramento de la penitencia es un tribunal, que requiere que el
sacerdote-juez conozca exactamente la naturaleza, número y circunstancias de los pecados
cometidos. Este conocimiento no se lo puede proporcionar más que el mismo penitente, que es al
mismo tiempo defensor, acusador y testigo en este tribunal divino, secreto. (Concilio de Trento,
XII, Canon 6, 7.) En una palabra, el pecador debe hacer patente su alma al sacerdote, para que
éste pueda conocer el estado de su conciencia, y, convencido de su arrepentimiento, imponerle
una penitencia conveniente y adecuada.”
Para probar que esta confesión auricular fue instituida por el mismo Cristo, se cita a Juan
20:23. Examinemos este versículo en su contexto:
“A los que remitiereis los pecados, les son remitidos; a quienes los retuviereis, serán
retenidos.” ¿A quién fueron dirigidas estas palabras? El contexto indica que fueron dirigidas a
los discípulos, o apóstoles, como se les llamaba; pero esto no es todo. Hay un pasaje paralelo en
Lucas 24, que también describe los acontecimientos de este primer Día de Pascua. En Lucas 24:9
leemos que las mujeres vinieron del sepulcro, y se nos dice que volvieron y “dieron nuevas de
todas estas cosas a los once y (nótese bien) a todos los demás.” De modo que, además de los
apóstoles, había otros. Fijémonos también en lo que dice en el versículo 33 acerca de los dos que
encontraron al Señor en el camino a Emmaús: “Y levantándose en la misma hora, tornáronse a
Jerusalén, y hallaron a los once reunidos, y (nótese también) a los que estaban con ellos,” el
grupo primero más las mujeres. Versículo 35-36: “Entonces ellos contaban las cosas que les
habían acontecido en el camino, y cómo había sido conocido de ellos al partir el pan. Y entre
tanto que ellos hablaban estas cosas, él se puso en medio de ellos, y les dijo: Paz a vosotros.”
Lucas enumera más detalladamente que Juan quiénes eran los que allí se encontraban. Juan relata
algunas cosas que dijo el Señor, que Lucas no menciona. Los dos relatos no son contradictorios,
sino complementarios, y para formarse una idea exacta deben leerse los dos juntos. Cuando
nuestro Señor pronunció las palabras relativas a la remisión o retención de los pecados, no
solamente se hallaban allí los once apóstoles; había también otras personas, que fueron también
partícipes de la bendición y de todo lo que siguió. Cualquiera que sea el significado que se dé a
las palabras de Cristo, es aplicable también a los otros, además de los apóstoles. ¿Cuál es el
verdadero significado de las palabras pronunciadas por nuestro Señor?
Se dan dos interpretaciones. Veamos primero la que da Roma. El Concilio de Trento la
expresó con toda claridad:
“Cualquiera que afirme que las palabras de nuestro Señor y Salvador: ’Tomad el Espíritu
Santo: A los que remitiereis los pecados, les son remitidos: a quienes los retuviereis, serán
retenidos,' no se han de aplicar al poder de remitir o retener los pecados en el sacramento de la
penitencia, como lo ha entendido siempre la Iglesia Católica desde el principio, sino que las
restringe a la autoridad de predicar el evangelio, en contraposición a la institución de este
sacramento, sea anatema.”
La otra la expone con la misma claridad el Libro de Oraciones de la Iglesia Anglicana:
“El dio a sus ministros el poder y mandato de declarar y pronunciar a su pueblo la
absolución y remisión de sus pecados, cuando está arrepentido; él perdón, y absuelve a todos los
que se arrepienten de verdad y aceptan con sinceridad su santo evangelio.”
La primera dice que la verdadera autoridad para perdonar el pecado fue dada a los
apóstoles, y en consecuencia a sus supuestos sucesores, los sacerdotes de la iglesia romana de
nuestros días; la segunda dice que la autoridad reside únicamente en Cristo, y que sus ministros
tienen el poder de declarar al penitente el perdón que él les da. ¿Quién está en lo cierto? Nuestro
mismo Señor nos da la respuesta en los versículos 46-48 de este capítulo 24 de Lucas:
“Así está escrito, y así fue necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos
al tercer día; y que se predicase en su nombre el arrepentimiento y la remisión de pecados en
todas las naciones, comenzando de Jerusalén. Y vosotros sois testigos de estas cosas.”
Los apóstoles, y los que estaban con ellos, tenían que predicar el arrepentimiento en su
nombre. Veamos por el Nuevo Testamento qué es lo que los apóstoles hicieron. ¿Absolvieron o
predicaron el arrepentimiento? La respuesta es bien clara. Ni siquiera una vez leemos que alguno
de los apóstoles oyera la confesión de alguien o le diera la absolución. Lo que leemos una y otra
vez es que ellos testificaron de su Señor, y predicaron la remisión de sus pecados a los que se
arrepentían y creían en él.
Hechos 2:37, 38. Cuando la multitud, compungida de corazón, gritó en el atrio del templo
el día de Pentecostés: “Varones hermanos, ¿qué haremos?“, Pedro contestó: “Arrepentíos, y
bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados, y
recibiréis el don del Espíritu Santo.”
Pedro proclamó el evangelio, y prometió el perdón a todos los que se arrepintieran y
creyeran en Cristo; eso es todo. De hecho, eso fue todo lo que pudieron hacer en las pocas y
cortas horas de aquel día. Eran las nueve de la mañana cuando Pedro comenzó su sermón, y tres
mil personas se convirtieron al Señor y fueron añadidas a la iglesia. ¿Cómo hubiera sido posible
oír la confesión de tres mil personas en aquel tiempo? Aquello fue el “principio” de la iglesia
cristiana de que habla Roma. En esta primera ocasión en que fue predicado el evangelio, después
de la venida del Espíritu Santo, Pedro declaró la salvación en los términos más sencillos
posibles: “Todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo” (Hechos 2:21). Este sencillo
mensaje no se limitó a aquella sola ocasión, sino que era para todos los tiempos en todos los
lugares, pues en el versículo 39 continuó diciendo: “Porque para vosotros es la promesa, y para
vuestros hijos, y para todos los que están lejos; para cuantos el Señor nuestro Dios llamare.”
Hechos 5:29-32. Aquí se encuentran Pedro y los otros apóstoles haciendo su defensa ante el
sumo sacerdote y el concilio.
“Y respondiendo Pedro y los apóstoles, dijeron: Es menester obedecer a Dios antes que a
los hombres. El Dios de nuestros padres levantó a Jesús, al cual vosotros matasteis colgándole en
un madero. A éste ha Dios ensalzado con su diestra por Príncipe y Salvador, para dar a Israel
arrepentimiento y remisión de pecados. Y nosotros somos testigos suyos de estas cosas.”
Hechos 8:22. Pedro no llamó a Simón, el mago, para que se confesase a él, sino que le
dijo: “Arrepiéntete pues de esta tu maldad, y ruega a Dios, si quizás te será perdonado el
pensamiento de tu corazón.”
Hechos 13:38, 39. Predicando Pablo en Antioquia, dijo:
“Seaos pues notorio, varones hermanos, que por éste os es anunciada remisión de
pecados.”
Hechos 16:29-34. En respuesta a la pregunta del carcelero de Filipos: “¿Qué es menester
que yo haga para ser salvo?“, Pablo no le dice: Ven y confiésame tus pecados, sino: “Cree en el
Señor Jesucristo, y serás salvo.”
La afirmación que hace Roma de que las palabras que se nos dan en Juan 20:23 son un
acto de entrega de autoridad a los mismos apóstoles para perdonar pecados, es abiertamente
falsa, y mucho menos se puede decir que esta autoridad pueda residir en el sacerdocio romano,
como si fueran sus sucesores.
Igualmente falsa es la afirmación de que el sacerdote ha sido designado juez de los
pecados de los hombres. Se nos dice en Hebreos 12:23 que Dios es el Juez de Lodos.
En Juan 5:22, 23 encontramos las siguientes palabras de nuestro Señor:
“Porque el Padre a nadie juzga, mas todo el juicio dio al Hijo (no al sacerdote); para que todos
honren al Hijo como honran al Padre.... Y también le dio poder de hacer juicio, en cuanto es el
Hijo del hombre” (vers. 27).
En Hechos 10:42 dice Pedro:
“Y nos mandó que predicásemos al pueblo, y testificásemos que él es el que Dios ha
puesto por Juez de vivos y muertos.”
Pablo, predicando en Atenas, declara en Hechos 17:31:
“Ha establecido un día, en el cual ha de juzgar al mundo con justicia, por aquel varón al
cual determinó; dando fe a todos con haberle levantado de los muertos.”
Para poder tener “un conocimiento exacto de la naturaleza, número y circunstancias de
los pecados cometidos,” el sacerdote depende del confesionario. El Señor no, pues en Isaías
11:2-4, se dice de él:
“Reposará sobre él el Espíritu de Jehová; espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu
de consejo y de fortaleza, espíritu de conocimiento y de temor de Jehová.... No juzgará según la
vista de sus ojos, ni argüirá por lo que oyeren sus oídos; sino que juzgará con justicia a los
pobres, y argüirá con equidad por los mansos de la tierra.”
David dijo de Dios:
“Oh Jehová, tú me has examinado y conocido. Tú has conocido mi sentarme y mi
levantarme, has entendido desde lejos mis pensamientos. Mi senda y mi acostarme has rodeado,
y estás impuesto en todos mis caminos. Pues aun no está la palabra en mi lengua, y he aquí, oh
Jehová, tú la sabes toda” (Salmo l39:1-5).
La confesión auricular es una injuria a Dios, pues coloca a un hombre pecador en el lugar
que corresponde solamente a Dios. Moralmente es errónea y vergonzosa, pues obliga no sólo a
los hombres, sino a las mujeres y niñas, a declarar aun sus pensamientos ocultos en los oídos de
un hombre soltero. Es destructora del alma, pues da una absolución hecha por el hombre, que no
puede en realidad absolver del pecado, y que no valdrá para nada en el día del juicio.
Existe un verdadero confesionario, pero éste se encuentra a los pies del Señor resucitado,
“el cual fue entregado por nuestros delitos, y resucitado para nuestra justificación” (Rom. 4:25).
“Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para que nos perdone nuestros pecados, y nos
limpie de toda maldad” (I Juan 1:9).
Si con nuestros pecados hemos causado daño a otros, hay lugar para hacer confesión a los
hombres; pero no al sacerdote, sino a la persona a la que se ha injuriado. En este caso no basta la
sola confesión, sino que es necesaria la reparación del daño causado en cuanto sea posible, como
se lo dijo nuestro Señor a los judíos de su tiempo:
“Si trajeres tu presente al altar, y allí te acordares de que tu hermano tiene algo contra ti,
deja allí tu presente delante del altar, y vete, vuelve primero en amistad con tu hermano, y
entonces ven y ofrece tu presente” (Mat. 5:23, 24).

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